Detuvo su andar de manera abrupta. Se daba cuenta, admitiéndolo al fin para sí mismo, de que estaba cansado. Su vida en los últimos meses había sido caótica, extraña y, a la vez, repetitiva. Como si siguiera un ciclo, una ruta marcada: ocasionalmente se encontraba con alguien, se acercaba a esa persona, algo terminaba destruido, bien fuera la otra persona, bien fueran sus costillas, bien fuera su cabeza. Especialmente su cabeza. Y entonces se separaban para no volver a verse más, aunque estaba seguro de que algunos seguirían oyendo sobre él, cosa de la que ya estaba cansado. Muy cansado. Su viaje ya sólo consistía, al parecer, en arrastrarse de una ciudad a otra, de un pueblo a otro, encontrando problemas o causándolos, rompiéndole las costillas a alguien o siendo rotas las suyas por alguien medio desconocido.

Recordaba al tal Powelki. Nunca supo su nombre y, sin embargo, el tipo le había pegado una paliza. Y por los aires que se daba, debía de trabajar para Kieth... Otro igual. Aún recordaba el profundo terror que lo había invadido ante él, y lo furioso que se había sentido después consigo mismo. “Miedo al dragón”, lo llamaban. Malditos dragones. Porque eso sí lo sabía, de manera instintiva lo sabía. Él odiaba a los dragones desde hacía mucho tiempo. Y la dama Mitsedraefel tenía algo que ver en todo ello... pero no por Kieth. No era Kieth el dragón al que siempre había odiado, era alguien más. Pero su mente no le dejaba llegar más lejos. Y siguió recordando.

¿Cómo se llamaba aquella muchacha que lo había cuidado tras el asunto con Powelki? Esa que tanto lo admiraba, aquella tan odiosa, tan inútil. Tan crecida en aspecto y tan infantil en su mente. Tan enferma. Le recordaba, en cierto modo, a aquella que lo había cuidado después de lo de Athinius.

Ah, Athinius... Qué lejos quedaba todo eso ya. Entonces aún era invierno, y ahora faltaban sólo unas semanas para la llegada del verano. De hecho, probablemente el verano ya habría llegado cuando él acabara su misión.

Entonces moriré. Ishnaia me matará por mancillar la joya, o moriré cuando Angren termine de devorarme.


Morir. Como había muerto Alina. Patética, estúpidamente. Así moriría él. Aunque quizá fuera bueno morir. Tener conciencia de haber resucitado era horrible. Tener dos almas era una tortura constante, casi mayor a la de renunciar al sueño. Una parte de él deseaba liberarse, correr, huir, disfrutar. La otra anhelaba volver al descanso eterno, volver a perderse en la inmensidad del mundo, dondequiera que él hubiera ido a parar antes. Si pudiera se abandonaría a la bestia, pero Angren se lo impedía. La racionalidad de la magia de aquella joya divina era una maldición para su naturaleza retorcida, errada. Estaba seguro que, de haber sido Yoiko el que lo portara, no habría tenido ningún problema. Después de todo, Yoiko estaba bien hecho, a diferencia de él.

Recordar a Yoiko suponía recordar a Mithrael, y recordar a Mithrael suponía recordar, o intentarlo al menos, todo lo que se refería a su pasado. La peliazul le había advertido sobre el peligro que Angren era para su vida, para su existencia. Pero, más importante que eso (¿por qué más importante?), le había hablado sobre su muerte. Ella había sido partícipe, y sus amigas y su hermano y alguien más. Y lo había enviado junto a Roalk para que le contara toda la historia, pero aquella... aquella maldita bruja mal follada no le había dicho absolutamente nada. Sólo un nombre, y que alguien, otra persona cuyo paradero no podía asegurarle, era su verdadero asesino. Y lo había dicho de tal forma que parecía ser algo terriblemente importante. Pero la muerte de Ryava la había hecho enfadar, y había decidido no colaborar. ¡Bien! Tampoco era tan importante si, a fin de cuentas, iba a morir de nuevo en poco tiempo.

Pero sentía que tenía que averiguarlo. Si lo hacía podría librarse de la maldición de Angren, de la maldición de Narae que había caído sobre él. Podría, incluso, vivir...

Sacudió la cabeza, molesto. ¡Esperanzas! ¡Ilusiones! ¡Intentaba engañarse a sí mismo como algún tipo patético! ¡Como Dariel! ¡O Baryl! Gentuza sin nada que hacer más que incordiar a los demás, amargar su existencia con su insistencia, sus preguntas y su vacuidad mental. Bueno, quizá Dariel no tanto. Y Baryl tampoco. Pero alguien a quien había conocido era así. No tenía ninguna duda al respecto.

Y, otra vez, volvió al ciclo acostumbrado, dando tumbos de una villa a otra, de un pueblo a otro. Pueblo, pueblo. Éste era más bien grande para ser una villa, pero de lejos se notaba que era sencillo, pobre. Con suerte habría un albergue donde pedir alojamiento para la noche. Aunque tendría que buscarlo, y buscar bien. Quizá incluso tendría que preguntar. Y temía por la integridad del disfraz mágico que le había regalado Alempheius.

Ah, sí. Ese era el cretino que tan estúpido le parecía, y tan odioso. Si pudiera, volvería a romperle la nariz. Después de todo, siendo mago, seguro que ya se la había arreglado.

Suspiró. Estaba cansado. Seguía cansado. Cada vez estaba más cansado. Necesitaba una comida de verdad, y dormir. Ocho, diez, quince horas. Un día entero.

Todo es obra de Angren.

Por las calles del pueblucho no había demasiada gente. Había viejos, había críos jugando aquí y allá, levantando polvo, tirando barro. Los ancianos les decían algo, los niños seguían a lo suyo. Sintió deseos de reventarles la cabeza a los niños.

Es por Angren.

Avanzó con tranquilidad, mirándolo todo, como buen viajero que era. Con una espada al cinto y el saco a la espalda quizá parecería un mercenario, un aventurero. Quizá, si Arti lo viera, se sentiría inspirada para hacer una historia distinta a las que acostumbraba. Aunque, quizá, con la barba descuidada, el cabello largo y sucio, y el parche en el ojo izquierdo, más parecería un náufrago que otra cosa. Pero no, porque ya nadie lo veía así, a menos que fuera un mago.

Nadie podía saber quién era en realidad. Ni siquiera él mismo.

Necesitaba encontrar el albergue, rápido. Necesitaba dormir. Dormir y no despertar. Dormir y desaparecer. Vio a una mujer salir de una de las casas. Decidió acercarse a ella para preguntarle.

-¡Kuroi! ¡Sei! ¡A casa, a comer! ¡¡Kuroi!! ¡¡¡Sei!!!

La mujer alzaba la voz. Kuroi. Sei. Él conocía esos nombres. Él conocía bien esos nombres. Él era Kuroi.

Quería pegarle a esa mujer.

Angren.

Se acerco a ella, rápido. Rápido. Más, más, más rápido, corriendo, corría, junto a ella, la sujetó por el brazo, la hizo girar, la miró a los ojos. Demente.

Yo soy Kuroi.

-Eh... ¿Estás bien? –Pelirroja. Ojos azules. La había visto antes.

-¡Señora!

-¡Suéltala, imbécil!

Dos niños se acercaban, corriendo. Tendrían unos diez años. Un chico y una chica. Ella, albina en apariencia. Él, pecoso y de cabello castaño claro. Sin necesidad de verlo supo que tenía los ojos verdes.

Él es Kuroi. Se llama así por mí.

Miró a los niños fijamente, impasible. Los niños se detuvieron ante ellos, mirándolo fijamente, furiosos. Él niño más que la niña.

-¡Suéltala, idiota!

-¡Deja en paz a la señora!

Los niños intentaron darle puntapiés, agarrar a la mujer de una mano y liberarla de su captor, pero él era más hábil, más rastrero, y se escudaba en la mujer.

-Tranquilos, chicos –habló entonces ella, en un tono tan relajado que no parecía afectada en absoluto.- Id a comer, que yo ya entraré. Vuestro padre os espera dentro.

-Pero...

-En serio. Entrad.

A regañadientes, los niños obedecieron. La mujer no se movió. Esperaba.

-¿Necesitas algo? –Preguntó al fin, cuando estuvo segura de que los niños no iban a escuchar.

-¿Quién coño eres?

-¿Eh?

-Te conozco. Dijiste mi nombre. Exijo saber quién eres tú y por qué demonios lo sabes. Por qué ese crío se llama igual que yo.

-Perdona, pero... ¿qué te ha pasado en el ojo?

El ojo. Ella lo veía. Lo veía. Era hechicera.

-¡¡Dime quién demonios eres!!

-¿...Igrin?

La soltó al oír su nombre, su verdadero nombre. ¿Por qué se había obsesionado tanto con lo de Kuroi? Ese no era su nombre, eso era sólo un apodo que Zemath le había dado años atrás cuando... cuando...

Cuando estaba vivo.

Se giró. Lo vio. Habían pasado tres años desde la última vez, pero él no había cambiado. Seguía siendo igual de alto, igual de moreno, igual de fuerte, rubio de cabello, gris de ojos. Gris acero. El general de acero.

Él era, o había sido, el gato negro.

-Mialc, ¿por qué...?

-¡Hijo de puta! ¡Tú me mataste, hijo de puta!

2 comentarios:

Phoenix dijo...

Asombrosamente, seguimos contemplando partes de Igrin que nunca habíasn salido a la luz, y que no dejan de sorprendernos. Pobre Igrin. Supongo que ni siquiera él se ve capaz de aguantar una odisea tan larga sin sentido alguno.

También es curioso ver, por fin, cómo algunas de las piezas se manifiestan de forma tan clara, como listas para encajar. Es como presentar de forma ordenada y de una vez toda la información adicional de la histiria que su autora me ha ido proporcionando hasta ahora... es hermoso. Una bella reflexión acerca del pasado de Igrin y de toda la historia.

¿¿Kuroi?? ¡¡La leche!! Y... maldito Angren, todo es culpa suya, xDD.

o.o oh, cielos, qué final... ¡ahora tengo ganas de leer más! >.<

Gran interludio, senpai.

Mary dijo...

Wooooooo!!!!! Menalc!!! Menalc y Mialc!!! Y la escuelitaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!!! Todavía hay que decidir el nombre de la escuelita, ahora que lo pienso!!! Wiiiiiiiiiiiiiiiiii. Qué pasará, qué pasará, ¿le pateará Mialc? (mira que tampoco me cae muy bien (bueno, lo de los muelles será divertido cuando se escriba) pero ver patear a Igrin siempre será un bonito espectáculo).

¿Y cómo que bruja? Vamos hombre, encima que Roalk fue maja con él...menudo borde estúpido. ¡Le patearán los niños de Mialc! ¡Cuando salgan de los cubos de pintura!

Y, mm...eso, por lo menos ahora cuando halben no tendré que releer para no liarme con quién habla cada cosa. Y tengo que releerme la historia, hay gente de la que no me acuerdo de los nombres T.T

En fin, sigue prontooo!!